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jueves, 28 de junio de 2012

A Santos hay que someterlo a juicio político por indignidad

Jesús Vallejo Mejía


Por Jesús Vallejo Mejía
Junio 27 de 2012
La Constitución prevé la posibilidad de que se acuse al Presidente y los demás funcionarios cuyo juzgamiento concierne al Congreso, por la causal de indignidad por mala conducta(Art. 175-2)
Es la figura del “impeachment” del derecho anglosajón, que constituye una causal autónoma, diferente de las de delitos cometidos en ejercicio de funciones o de delitos comunes en que se incurra mientras se esté en desempeño de los cargos respectivos.
Acá no se está en presencia de conductas tipificadas como delitos por los códigos penales, sino de de algo más amplio, de contenido moral y, si se quiere, de alta política.
La idea fundamental que la inspira postula que el ejercicio de los altos cargos del Estado no sólo ha de regularse a través de normas que precisen detalladamente atribuciones, procedimientos, formalidades, restricciones y demás pormenores de la función pública, sino de principios o criterios más amplios que protejan a las comunidades de los excesos en que fácilmente pueden incurrir los gobernantes en ejercicio de sus poderes discrecionales.
Podría decirse que, a mayor discrecionalidad, mayor posibilidad de abusar y, por consiguiente, también mayor posibilidad de controlar a los detentadores del poder político.
En el derecho administrativo, la doctrina, la jurisprudencia y la legislación han desarrollado la figura de la desviación de poder para que con base en ella se ejerza un control inequívocamente moral sobre los actos administrativos.
Se parte de la base de que el poder administrativo debe ejercerse con miras a la realización de los fines públicos para los cuales se lo ha establecido. Se llega incluso a considerar que cada competencia tiene fines propios que no pueden desbordarse, así haya de por medio consideraciones de interés general para salirse de ellas en los casos concretos.
Hay otras figuras interesantes en el derecho público, llamadas también a lograr la prevalencia del principio de moralidad administrativa que consagra el artículo 209 de la Constitución, como, por ejemplo, el respeto a la confianza legítima o la doctrina de los actos propios.
Raúl Castro, Juan Manuel Santos y Hugo Chávez
Cito estas figuras porque en ellas se ponen de manifiesto criterios de coherencia, de lealtad, de buena fe, de razonabilidad, de buen sentido, etc. que le dan tono moral a la gestión pública.
Un principio viejo de siglos señala que nadie puede invocar su propia iniquidad como fundamento del ejercicio de un derecho, ni abusar del mismo, ni incurrir en fraude a la ley, ni hacerlo valer de modo torticero.
Y es precisamente este modo el que preside la acción política de Santos, particularmente la que acaba de emprender para que el Congreso archive un acto legislativo que aprobó no sólo a ciencia y paciencia suyas, sino por su propia iniciativa.
Esa acción política comprende dos elementos que pugnan rotundamente con la juridicidad constitucional.
El primero, unas objeciones por inconveniencia e inconstitucionalidad que la Constitución no le otorga, encaminadas a forzar al Congreso al archivo de una reforma constitucional que ya se había aprobado y que no es susceptible de revertirse mediante ese procedimiento.
El segundo, entorpecer y dilatar una publicación que no depende de su arbitrio, pues una vez aprobada una reforma constitucional es su deber jurídico ordenar que se la publique en el Diario Oficial cuanto antes.
Lo que en el ejercicio de la abogacía sería sancionable a título de prácticas dilatorias, no puede ser de buen recibo si lo ejerce la máxima autoridad del Estado, que está llamada a dar buen ejemplo de acatamiento a la Constitución y las leyes de la República, tal como lo jura su titular cuando toma posesión de su cargo.
La violación de ese solemne juramento; las prácticas torticeras en que ha incurrido; la invitación a que se desconozca la Carta Fundamental con esguinces propios de rábulas y tinterillos; la presión sobre el Congreso para imputarle ante la opinión pública la carga de una mala decisión de la que mal puede declararse inocente; la elusión, en fin, de la responsabilidad que le compete por un ejercicio funambulesco impropio de la majestad de la Presidencia, todo ello podría configurar en cabeza de Santos la indignidad que la Constitución prevé para que el Senado lo destituya, previa acusación de la Cámara de Representantes.
Santander, al que con justicia se ha llamado el fundador civil de la República, dijo en ocasión memorable: “Si la Constitución trae el mal, el mal será”.
Pensaba, en efecto, que todo lo discutibles que fueran sus disposiciones, peor resultaría desconocerlas arbitrariamente.
Y es a tal arbitrariedad a lo que están invitando a Santos los que le dicen que la Razón de Estado prevalece sobre el ordenamiento, o los que, como el fiscal Montealegre, lo felicitan dizque por sus interpretaciones heterodoxas y modernas de la normatividad, en beneficio de la ampliación de sus poderes y a expensas de la representación popular.
Pienso que la crisis jurídico-política en que estamos por obra de quien se jacta de manejar la cosa pública con artes de tahúr, no se puede resolver dejando que la ignominia recaiga en su totalidad sobre el Congreso.
Santos tiene que responder por su indignidad y el modo de hacerlo es declarar a través de un juicio político que no merece la confianza que millones de colombianos le otorgaron al votar por él en los últimos comicios presidenciales.

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